Las calles se convierten en un espacio publicitario electoral libre las fechas cercanas a elecciones.

Hoy me levanté sin ánimos de cocinarme algo para el almuerzo. Desde que desperté no hice más que andar como fantasma por mi casa y comer la fruta que lleva días en la mesa y nadie se atreve a comerla. Pensé en hacerme una taza de avena para complementar, pero me conformé con pensarlo, porque me dio flojera. Pasé la mañana en unas clases de Zoom a la que no presté atención porque no tenía ganas de eso tampoco. Cuando terminaron, salí a dar una vuelta con la intención de comer en el algún restaurante barato donde preparen comida de casa. Decidí tomar el camino largo porque me tenía aburrido ir siempre por las mismas calles. Me di cuenta de que había demasiados carteles publicitarios que llevan colocados desde el año pasado. Carteles sobre estreno de películas en los cines. Carteles sobre promociones válidas hasta diciembre de 2019. Carteles sobre conciertos que fueron cancelados debido al contexto del año perdido. Es como si, de tanto decirlo, el país se hubiera detenido, aunque lleva detenido mucho tiempo. Me encontré también con obras del gobierno a medio terminar, señales que indican “obras”, solo que estos últimos llevan más de un año en el lugar donde los vi. Me di cuenta también de que siguen ahí los carteles publicitarios sobre las elecciones que hubo en años anteriores. Los más recientes de hace dos años. Los más antiguos… Tal vez toda una vida. Carteles electorales rotos. Carteles electorales casi nuevos. Carteles electorales empolvados. Pintadas electorales sobre casas. Carteles electorales sobre las paredes de las casas. Todos siguiendo el mismo formato. Un señor o una señora sonriendo al lado de un símbolo olvidable con un lema que te anime a simpatizar con él o la (para ser inclusivo) de la foto. Las calles todavía están llenas de esas caras. Aún cuando no son elecciones. Pero comparado con las fechas cercanas a las votaciones, esto es prácticamente un diez por ciento. Cuando el país está próximo a estos eventos las calles suelen hundirse en un mar de estas publicidades. Básicamente están por todas partes. Así como Jim Carrey se llenó de cartas para Dios cuando decidió ser Dios en El Todo Poderoso, Lima se llena de estos carteles. Están en el piso. Están en los postes. Están los puestos de los ambulantes. Están en los cuerpos de los ambulantes. Están en los paneles donde antes había un comercial de Coca-Cola o Movistar. Pero, incluso si no decides salir, las personas encargadas de estas actividades se toman la molestia de tirarte uno de estos papelitos debajo de la puerta. A veces con un calendario. A veces con una invitación a un encuentro medianamente masivo. A veces con una canción que pasean por toda la cuadra en un carro que lleva más de estos carteles. Aunque, por su puesto, otras veces con nada. Las calles se vuelven un espacio publicitario electoral las fechas cercanas a elecciones. Y nadie dice nada. Pasado el alboroto, los mismos papelitos continúan donde los dejaron. Eventualmente se van convirtiendo en basura que a nadie le importa recoger. Las personas encargadas de la repartición estos desaparecen y se olvidan de recoger sus sobras. Año tras año las mismas caras en las calles, los mismos símbolos en los mismos lugares, los mismos lemas para cambiar el mundo. Claro, hasta que lleguen las próximas elecciones y coloquen más publicidades encima de algunas de las publicidades más antiguas. Aunque, aún así, todavía se quedan un par de ellas. Finalmente llegué al restaurante. Observé el menú de arriba abajo. Me ofrecieron una carta que rechacé, porque me fue suficiente ver la lista para darme cuenta de que no tenía ganas de comer en un restaurante. Rápidamente me fui al súper mercado, compré fideos, compré una salsa lista, regresé a casa, cocí los fideos, calenté la salsa, y me di cuenta de que tampoco tenía ganas de comer. Aun así, me obligué a hacerlo. Mi estómago me lo agradeció.

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